Poemas
Majestic Hotel
Sucede que los hombres, con los huesos del día,
vuelven a ocupar su familia y sus costumbres y su nombre
habitual, y después que lavandera agua de olvido corre
sobre el torrencial otoño de lo usado, aldaban
por adentro la doble soledad que necesitan: desnúdanse
y piensan. Esto quiere decir que por la noche el empleado
regresa a su aventura y retoma posesión de su destino,
y quiere decir que yo también rehago mis interrogaciones,
tórnase digital la tinta, pienso en mi hermano,
vagabundo sin horario menor, que acaso ha de dormir
su mala aurora, mientras yo estoy al acecho
de tu cuerpo recién inaugurado.
Y he aquí que como una
campana desvestida, como una esponja que derramara
voces, me conduce otra vez, esta vez a deshora,
con una mujer sin apellido a gruñentes hoteles
y subimos y pedimos una cama para dos y despertaba
solo, como si tuviera tiempo, con nada más que su
olor estorbándome en los dedos como a un desenterrado.
Por sobre la ceniza suya sobrevivo y sigo siendo,
despertando de pronto en otra parte, siempre en mañanas
que no me han pertenecido; recomienzo de la misma
manera que un judío, y para eso me hacen falta todos
los días, aun los anulares domingos y las fechas
sin perdón. Y no sé, ahora después de tantas cosas,
de qué lado descansar: de las cartas, en mi memoria,
sacudo los lugares y les pregunto, a mi esposa, cuando
sale de su ropa como de una cáscara nocturna,
le pregunto la hora de comer, la de dormir guardándome
las uñas, diciéndoles que esperen a mañana, como
si fueran lágrimas sin uso, porque quién sabe
a qué hora de este horario nos va a tocar llorar.
Y para estar seguro, más allá de los títulos puestos
a la sangre, más allá de los deportes, averiguo
en el amoroso lenguaje del aviso, a qué piso
el férreo ataúd del ascensor lleva estos verticales
cadáveres que nunca agonizaron su fácil agonía.
Pero yo vengo a eso, enfermándonos: y en las paredes
el dolor golpea y duele más el eco que te toca.
«Tú tenías la llave», me dices, y la equivoco entre
botones y pañuelos y fósforos lisiados, porque esta
llave oculta una respuesta falsa, no es sino el fantasma
de una ganzúa estéril. Y cuando entramos a nuestra
soledad, siempre nos sobra uno, siempre hay alguien
demás, que deberá marcharse, como si fuéramos 13,
y sólo somos dos desnudos dando a entender matrimonio.
Significa únicamente visita tu juventud, extraña
a mi edad cerrada y vuelta a abrirse como una viuda
olvidadiza; significan visita tú y lo que traes, y tú
querrías detener esta isla en éxodo y lo que traes
dañaría mi aritmética dañada y mis noticias,
y ni sufrieras por mi desgobierno. Quién derrama
la sal en malagüero, quién pone la señal de día
brujo en hoy en que aún debemos evitar el hijo,
mátalo con tabletas porque quién habría de romper
las ataduras, ponle tu cuerpo de velluda piedra
al cuello, y húndelo, mientras nos guardamos su nombre
sin nadie todavía adentro que lo habite, y esta
nueva pequeña fecha funeral.
«¿A qué hora
le sirvo el desayuno?». ¿A qué hora —digo yo
después de aquellas casas espantosas que los inviernos
y los incendios han desnudado a gritos—, qué minuto
prefieres o acostumbras para acercarte al mundo
que de nuevo abandonaste anoche, y saludar
al héroe acostado de perfil en las monedas, cuántas
te cuesta el entierro de este lunes, cuando apagues la luz?
Tus pantalones llenos de ti, tu angustia a corazón
y reverbero, tu muerte pequeñita, tu vacío
inmóvil. No preguntes en dónde has de esconderte
de ti, en qué cajón tus viajes, ni cuándo te dan
audiencia los espejos. Porque hay tiempo, incluso
para que los viejos puedan morir a tiempo, y siempre
es tiempo de perdonarnos y aun es tiempo de cancelar
ciertas esperanzas, lo mismo que propinas tristes,
por esto que tenemos, que no es lo que comprábamos,
sino de lo que huíamos como de un oráculo nocivo.
Es que con los párpados levantados por la ruidosa
muerte de las cosas especiales, yo recuerdo lo mío
con apuro: la tierra, la estatua y su esqueleto
poblador, y su orilla lunar en donde existo renunciando
a mi pequeño pulgar de identidad para ser la mayoría.
Al final de los tramos de la espuma, mis venas
golpearán a tientas tu furiosa cadera
debajo de tu alma ya en su sitio. Pero que nadie
vaya, por favor, que nadie llegue a esa puerta
carnívora en ayunas, a llamar con su hueso
principal, porque si es mía la deshilachada
arquitectura abolida en los planos, si las
costumbres, si la familia, como retratada
mientras estuve ausente, también mi traje sucio
en el armario, mi cadáver también, donde no estoy.

