Poemas

Litoral

Al oeste el territorio desemboca
con una trenza de ríos en la mano, una
palma mulata, una lechuga abierta, y sobre todo
el viento que da vueltas en la costa como un loco.
Oigo el agua del mar, su dentadura suelta
que la ola empuja contra el Muerto, contra
Puná su tiburón de espuma, contra el Golfo
sus verdes calaveras. Y sobre mí, sobre
la tibia sabana de la tarde, ojos de buey
y de indio, dientes de los conquistadores
y de los peces que busco paso a paso.

Desde mi casa trepada sobre zancos
vengo al polvo, vengo solo, vengo y digo
mi nombre, digo: «Aquí estoy, sal pura,
cristal de la patria joven, escuchando
tu voz ronca de tiempo».

                            Y adelanto
las manos a tu cutis errante, y adelanto
los labios con un beso vacío a tu sabor
amargo, y busco la huella de los remos
o la sílaba caída del dialecto.

                              No sé,
no pregunto, nadie sabe de la fiesta
en la costa acostada, nadie estuvo
cuando desgranabas la mazorca, la flor
silvestre, las barcas que volvían sollozando:
para ti la sangrienta enredadera, la
guerrera paz, el potro del combate
por el maíz mejor o por costumbre,
o por nuevas mujeres para la dinastía heroica,
nuevas mujeres para la paz perdida,
nuevas distancias para la tribu intacta.

Mar, padre mar, ecuatorial, semilla
de esta población vegetal que te resguarda:
yo entro con la tierra, ella me invita
a las acuáticas asociaciones, a los terrenos
invadidos por tu sal y tus fosfatos: aquí
se endureció un día el primer esqueleto
que ahora grita, que ahora me recuerda
de dónde soy, hasta que santos, hasta
que perros junto a capitanes desembarcaron
su aventurera escuadra, hacia el martirio
de la canela sorda.

                    Yo recuerdo el asalto:
la corona del shyri desplumada, rota
su esmeralda frontal, los duros pies
de los caranquis buscando su estadía,
yendo de dios en dios hasta el del límite
poblado por las barbas, los rosarios
y el trigo del convento.

Yo te pregunto: ¿oyes, oyes el tambor
de la conquista, el cuero navegado, los helechos
ya llenos de fatiga, oyes la sangre golpear
la noche y la madera, el guayacán salvaje,
el arrecife, oyes en el alma el rugido
del tigre, la tembladera galopada, los
cascos sobre la piel tendida?

                     Eso escucho,
importante varón, caballero plateado,
pero también la ronca burbuja del petróleo,
pero también el continente que reflota
derramando el coral de las humildes venas,
pero también el eco de la neblina contra
el muro del pecho, y escalinatas, y ahogadas
doncellas, tabernas donde el olor a mundo
salía de bodegas y equipajes, de la boca
del vino y la extranjera, después de cuyos
labios, como el pobre español en travesía,
yo soy el que pregunta para qué se me busca
con una carabela y un cordel.

                     Oh mar,
terrestre y oceánico, oh gobernante, minero
taciturno: son tus dedos los que tejen
la lluvia, quienes esparcen tu ceniza
de cuerpo permanente, son tus yemas
recorriendo las lianas, la perdida soledad
del gran río robado, penetrando por debajo
de la almohada andina hasta mojar el oro,
el guacamayo, la palmera rosada.

Yo estuve desde siempre vigilando
la sangre que entra en ti como una aguja
enhebrada de muerte: cuando me acerco
y beso tu cintura enamorada, cuando inauguro
este destino con los descubridores de zapatos
rotos, hay una obediencia a tu sal, a tu luna
arrugada, una puntualidad a tu lejana
geografía, hay un cuento de valientes
cuyo fantasma asoma cada vez que digo patria,
que digo Ruiz, que digo sacerdote,
cada vez que mis uñas se agarran a tu arena
o salpican mis manos tu substancia.

Pasa el tuerto capitán por las páginas
oceánicas, entra una bañista desvistiendo
su corta desnudez de mandarina, llegan
invasores y amigos que regresan a tu casa,
y yo escucho el mar cuando pongo el oído
sobre mi corazón lleno de viajes como
sobre un caracol que la historia fatiga.

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