Poemas

El pan nuestro

Yo he nacido aquí, áspera patria, junto
a tu ventisquero de granizo.

                       Averigüé
tu difícil continente, púrpura
de sangrienta geografía, tu cabecera,
el primer hombre que te amó llorando.

                       Te pregunté,
tocando su muerta vestidura: la paz
del tiesto, el cántaro, la vasija
de arena temporal,
¿quién es
el que me llama, quién ha estado
esperándome para seguir viviendo?
Pero allí estaba contestando con su
sexual arado tu desnudez, desde
el primer conquistador, peinando
la aborigen cabellera del maíz americano,
tocando sus pechos en racimo, repartiendo
su baraja de dura nieve seca.

                       Era la epopeya
del grano adulto, su resistencia cereal
a la humana avidez de harina: no fue sólo
el calendario de la semilla en viaje
a su enterrada predicción de pan
y de licor enamorado, no fue el fermento
de la noche, no lo agrio de las horas,
sino desde la siembra el dolor de tu frente
hasta el cuchillo, sino la lluvia equinoccial
desde siempre hasta mayo, sino los muertos
con su amarga levadura: el goterón, las vidas
alimentando al árbol, y los cien corazones
en la recolección de la cosecha andina,
y el ecuatoriano antepasado, padre
escogido, panadero sin odio, asesinado
en la mitad exacta de noviembre.

                       Cuando
pregunto, cuando salgo a buscar raíces,
releyendo la tierra como una carta sin
ortografía, encuentro al Nilo en su
corcel diseminado: cada noche un sol
pequeño, un pan que iba al constructor
de la pirámide, como acéfala moneda
faraónica, y a su habitante en tránsito
a la herrumbre.

            Tú estabas ya en sus muros,
puesto en orden tu cuerpo, siempre tranquilo,
como sentado, pero debajo de la piedra
descubierta, donde la historia te saluda,
no era tuya la inscripción celeste, no
asistías a la multiplicación del cuento:
sabías que no te alumbra la lámpara de avena,
que en su torrente de láminas te olvidó la cebada,
que por encima de las ofrendas de prepucios
y de ovejas, debías regresar de dios temblando
pero distribuyendo el pan, diciendo
por primera vez «este es mi cuerpo»,
al que mastica una cruz, pero tu sangre
para el amanecer de la fecha alimenticia,
pero tu carne consumiéndose en la harina
viva como en una cal disimulada.

            Excomulgado
por el español y su aventura, puesto
a esperar orando por tu pan, dánoslo
hoy y perdónanos, por el tuyo, aquel
que de tus manos, que de tus padres
y tu muerte salió al horno, a su
matriz de piedra y atrio.

            No era,
nunca es tarde en esta tierra para alzar
como caída estrella tu esqueleto: también
persiste este otro río, perseguido
por su leve procesión a horario: allí
van bueyes náufragos con un bocado de agua
y de vacío, territorio perdido, mar,
zapatos que andan solos como si comprobaran
su familia o las ruidosas sábanas donde
descendían de los pies del hombre
hasta su polvo.

            Cuando reflotas con tu
nocturno comportamiento de difunto, cuando
sales a tomar patria levantando la tapa
de cristal y transparencia, no sé dónde
ir a buscar el botón de tu camisa salva,
como una contraseña, y me preguntas
por tu rodilla impar, y me reclamas
la cuchara ciega que no usaste
en la basura servida a tu mesa general.

Caparazón de hombre entre castigos
de una larga crueldad, largamente
alimentado por la resaca de mercados
y alacenas: en el sótano de la tierra,
igual que las tribus del cereal, tú y la bestia
en confusa telaraña llamaban con el bastón
oral del pordiosero: y eran flores podridas,
guantes mutilados, sacos que precisamente
juntaron sus orejas opacas sobre el trigo:
y lo tocado por el diente hasta la pulpa,
mitades de lo que hubo sido el día, ésa fue
tu merienda, hecha de país usado, después
de cuyos bocados, como si salieras de una
cueva genital, sombra y muerte sacudías
de los labios.

            Señálame el tambor
territorial de los tablones, donde
resuena el pie de la partida y del que vuelve;
indícame el litúrgico altar, las catacumbas
del océano donde los hombres y las bestias
solían amar en otro tiempo: porque allí fue
el sacrificio de la mano plural que amasaba
los días, allí fue la sombra de tu párpado
caído, llena de odio y patria, penetrada
de metales violentos y relinchos, como
la plaza de la feria, rodeada de mar
herido por la derramada lanza de tu sangre.

Muertos de un solo día, de un solo
rencor largamente previsto, hebreamente;
muertos de un solo ataúd fluvial sin
cerradura de olvido o carpintero: pensando
en el llanto cautivo de las cebollas,
en guardadas doncellas con olor a establo
y oraciones, en la alta manzana como
en el libro primero otra vez prohibida,
pienso en vosotros y en vuestra mayoría
repentina: entonces esta fe, calzada de caídas,
viene del río, del pan como su isla,
y de la harina de sus huesos puros.

Recuerdo en Guayaquil, en otros sitios
en donde anduve solo, un día sin almuerzo,
también recuerdo un muerto súbito, varios
muertos sucesivos, varias ventanas
con rota ropa conocida, y veo vuestra
vida en ella, oigo vuestra garganta
empujada por enemiga agua, y amo entonces
la tierra, amo el castigo en un otoño
de ira, y encuentro la dirección
a donde tantos pies de pronto me conducen,
y la huella de los dedos que me indican
el mandato del pan sobre mi vida:
                       es tu voz
que nos habla en el viento ecuatorial
del canto y los manteles que no habías
conocido: es tu luz de luna subterránea
para que yo no olvide:
                       es el río
que regresa bajo el mapa y nos devuelve
tu camino, para vivir mañana y esta noche
y para que podamos celebrar a cada alba
las nupcias del pan y el desayuno.

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